En este artículo además de invitaros a la reflexión os
invito a practicar otro ejercicio en solitario, silencioso, relajante… ¡Eh,
esas mentes calenturientas, manos arriba! Hablo de ejercitar la memoria, de
echar la vista atrás mirando por la ventana del recuerdo.
¿Recordáis vuestros cumples? Me refiero a la gente que
tenga más de veinte años pero menos de ciento treinta. En realidad, me refiero
a los que estéis entre los veinte y los ¿cuarenta? ¿Cincuenta?
Por mucho que rebusco en mi memoria tengo que recurrir
a las fotos para hacerme una ligera idea de cómo se celebraban y lo que
significaban los cumpleaños “antiguamente”. Se celebraban en casa, en un salón
con globos de colores pegados por las paredes, una mesa plagada de platos con
sándwiches de jamón cocido y queso y de nocilla (de la marca nocilla y no de la
que traía mi tía de la marca blanca del Pryca todos los meses), papas y olivas
(incluso en una ocasión, a los diez años, un plato de Cheetos, ¡todo un
despilfarro!) y dos botellas: una de Fanta de naranja y otra de Pepsi-Cola.
Por
supuesto todo repartido en platos y vasos de plástico, sobre un mantel de papel
blanco que pronto se teñía de marrón y naranja por los manotazos despreocupados
de los presentes. Y significaba que todos los críos de la calle (a los que
habías invitado y también a los que no), las cuatro primas del pueblo y las dos
amiguísimas del cole (“sólo dos”, te decía tu madre) acudían a felicitarte con
un regalo comprado en la tienda de los veinte duros. ¡Un boli con cuatro
puntas! ¡Y un estuche con la cara de Brandon el de Sensación de vivir! ¡Y un balón de plástico! (Qué suerte, pues el
último con el que jugamos en la calle al “partido quemao” sigue colado en el balcón de esa vecina huraña que todo el
mundo tiene o ha tenido y que nunca abre la puerta haciendo creer a todo el
mundo que se trata de una bruja que sólo sale por las noches… montada en una
escoba… para merodear en los sueños de los pequeños vecinos miedosos…). Lo
cierto es que en la adolescencia se juntaban las amigas, ponían doscientas
pesetas cada una (para lo cual tenían que ahorrar durante uno o dos meses según
la generosidad de sus pagas semanales) y te compraban una gorra de marca (lo
más) o una raqueta de bádminton (que la necesitabas para las clases de
Educación Física). Por entonces los vecinos y algunas primas ya no pintaban
nada en “tu fiesta”.
Las fotos confiesan, además de que tu madre, tus tías
y tu abuela estaban como focas aunque favorecidísimas con el peinado de los
ochenta, que las cortinas del salón eran tan horteras que servían para hacer el
traje regional de “ayorinica”, que los colores que combinábamos en la ropa se
daban patadas (¡rojo con rosa, prohibido!, ¡marrón con negro, estás loca?), que
tu vecino Fulanito, que ahora está como un tren (vamos, que te dejarías
atropellar por él) era tan mofletudo como tu abuela y tan barrigón como tu
madre después de tres partos, que tu prima Menganita iba toda escayolada (y
entonces recuerdas que le empujaste por las escaleras, te sonríes, luego dices,
¡qué hija de puta era! Aunque… ella me mordió en el brazo y hasta me tuvieron
que dar puntos…), que la otra primísima vino disfrazada de karateca (en su
caso, vestida, pues venía directamente del entrenamiento), que en alguna
ocasión la tarta era comprada en lugar de casera y que ponía tu nombre con
crema pastelera sobre la cobertura de chocolate… Guaauuuuu.
¿Os suena? Entonces es que sois viejos… Admitidlo,
sois viejos. (Sí, yo también, nací en el ochenta, así que ya tengooo ¿veintitrés?)
Ahora es todo mucho más guay, mola todo mucho más,
¿sabes? Porque ahora se invita a toda la clase ¿cómo vas a excluir a ningún
crío que luego pueda excluir al tuyo?
Las fiestas de cumpleaños se han convertido en
pequeñas “primeras comuniones” con decenas (y digo decenas refiriéndome a más
de veinte) de regalos que superan los veinte o treinta euros. Como los críos
son pequeños, son las madres o los padres los que se encargan de comprar los
regalos y claro… no vas a quedar en ridículo comprándole un balón de fútbol en
el Decatlon por cinco euros estando el de la Selección Española con las firmas
grabadas de los jugadores por veinticuatro noventa y cinco…
Y como en el salón de casa no caben veinticinco
chiquillos y como no quieres que te pongan la casa perdida de mocos, Papadeltas pisoteados y chorretones de
Fanta pues… encargas la merienda en un bar o reservas la tarde en una de esas
salas de bolas especializadas y te gastas trescientos o cuatrocientos euros
(aquí la crisis es como los dulces en Navidad, que no afecta, puro autoconvencimiento, si hace falta le pido el
dinero a la yaya) para que tu nene tenga veinticinco regalos, para que los
críos no valoren la merienda (que es casi casi a la carta) porque están
demasiado ocupados con las bolas, los toboganes y los monigotes que les están
pintando en la cara y en las manos (a pesar de la cara de sufrimiento de
algunas madres temerosas de que las manchas no salten en la ropa de marca que
visten sus chiquillos).
El anfitrión de la fiesta, que cumple nada menos que
siete años, se pasa cuarenta y cinco minutos descubriendo regalos sin parar,
uno tras otro, sin prestar atención al que abre porque todavía quedan muchos
más, esperando.
Y como culmen de la celebración se reparten bolsas
individuales de golosinas y pequeños juguetes para todos los asistentes. (Ese
día no cena ningún crío, bien por indigestión de golosinas que con el gas de la
bebida tienen efecto bomba o por sobredosis de azúcar, ¡a ver quién los
duerme!)
¿Os suena? Entonces es que estáis locos. Admitidlo.
Habéis entrado en la onda, quién sabe cómo, y no podéis salir.
La sociedad no deja de lanzar lazos, al estilo de los
vaqueros de las pelis norteamericanas, y, o te empeñas en escapar (es difícil,
dificilísimo, protesta admitida) o tarde o temprano te caza alguno. Y lo peor
es que cuando ya te ha cazado un lazo es más fácil caer en las redes que esos
jinetes-sociedad tienden sobre todos nosotros para convertirnos en un rebaño y
del que van cogiendo cantera continuamente para entrenar a más y más jinetes.